Lectura: Salmos 37:23-31

Recientemente, cuando salí de una tienda, escuché al hombre que me había atendido susurrar con decepción: “Me llamó ‘señor’ cuando estoy seguro de que es más viejo que yo”. Desde la niñez, mi cultura me ha enseñado que es de buena educación decir, “¡gracias, señor!” por la ayuda que se recibe.

Este gesto me ha sido de provecho, pero ahora tengo que pensarlo dos veces antes de usarlo. Al mirarme detenidamente al espejo, mis ojos me confirman que ya no soy la persona que mi mente recuerda.

Ser joven tiene muchas ventajas, pero con la edad viene el gozo de reflexionar en la fidelidad de Dios. David nos recuerda en Salmos 37: “Yo fui joven, ya soy viejo, y no he visto al justo desamparado” (v.25).

Ahora que tengo más de cincuenta años, reflexiono y me maravillo de cómo es que alguna vez pude pensar que Dios me hubiese abandonado. Sí, Él me ha permitido enfrentar lo que parecían ser dificultades insuperables, pero ahora sé que sólo fue para moldearme. Dios siempre me ha preservado y, cuando tropiezo, sé que “cuando caiga, no quedar[é] derribado, porque el Señor sostiene [mi] mano” (v.24).

Estamos haciéndonos más viejos todo el tiempo, pero también podemos volvernos más agradecidos por las muchas misericordias de Dios. Por encima de todo, estamos agradecidos de que ponga el amor de Su ley en nuestros corazones y guarde nuestros pasos de resbalar (v.31).

  1. No nos hace más jóvenes, pero espero que nos hagamos más sabios con el tiempo.
  2. Agradece hoy, en lugar de pedir.

NPD/AL